El cuerpo de las personas adultas está formado por entre un 50 y un 65% de agua aproximadamente, por lo que una adecuada hidratación es fundamental para el adecuado funcionamiento de nuestro organismo. El agua está presente en el interior de la mayoría de células, en el espacio intercelular, en la sangre, y en líquidos de enorme importancia para nuestro organismo como el sudor, la saliva o las lágrimas.
El agua desempeña por tanto un papel clave para mantener en funcionamiento una gran diversidad de sistemas, contribuyendo a la regulación de la temperatura corporal, la hidratación y elasticidad de la piel, la adecuada digestión de los alimentos, o la lubricación de las articulaciones y órganos de nuestro cuerpo.
A lo largo de un día de actividad normal, las personas perdemos agua de forma continua de diversas formas. Actividades tan básicas como la respiración, la transpiración, la micciones y las evacuaciones propician pérdidas diarias de entre 2 y 2,5 litros de agua. Y no solo eso, sino que esta también va acompañada de la pérdida de electrolitos y minerales como el calcio, el sodio o el flúor, micronutrientes esenciales presentes en la estructura de muchos tejidos.
Si el organismo no recibe un aporte suficiente de agua para compensar estas pérdidas, puede compensarlo mediante el traslado del agua interna de nuestras células a nuestra sangre. Pero si no reponemos los niveles podemos sufrir el fenómeno de la deshidratación, que se define como un déficit agudo del nivel de agua corporal que conlleva una interrupción de los procesos metabólicos.
En situaciones de deshidratación se produce un descenso del nivel de agua en la sangre, lo que origina dificultades circulatorias, y que los órganos y músculos no reciban un aporte suficiente de nutrientes y oxígeno para poder seguir funcionando con normalidad.
En los casos de deshidratación leve la sintomatología se ve determinada por la sed, dolores de cabeza, sensación de debilidad, mareos y fatiga, y en determinados casos puede darse también somnolencia. En situaciones de deshidratación moderada se presenta sensación de sequedad bucal, incremento del pulso, pérdida de elasticidad de la piel, y disminución del volumen de orina.
Y si se llega a situaciones de deshidratación severa, los síntomas se agravan y pueden llegar a presentar un incremento de la frecuencia cardíaca y la tasa respiratoria, hipotensión, inexistencia de orina, debilidad, espasmos musculares, vómitos, e incluso alteraciones del estado mental y delirios.
Debemos tener muy presente que la deshidratación es una de las causas frecuentes de hospitalización en personas mayores de 65 años. Si bien de forma natural se produce una disminución de la sensación de sed asociada a la edad, las situaciones de dependencia, los problemas de movilidad, las dificultades visuales y las alteraciones cognitivas propician a menudo que las personas mayores, y muy especialmente aquellas que viven en residencias, no ingieran una cantidad suficiente de agua.
Por otra parte, trastornos como la disfagia o dificultad en la deglución, o la xerostomía o sequedad bucal, que en muchas ocasiones se debe a efectos secundarios de los tratamientos farmacológicos prescritos a los residentes, pueden suponer una dificultad añadida para lograr mantener unos niveles óptimos de hidratación entre las personas mayores.
Es por tanto clave beber entre 2 y 3 litros de agua al día, así como reponer nutrientes esenciales para el correcto funcionamiento del organismo, y para ello es fundamental un aporte suficiente a través de la ingesta de bebidas y alimentos. A través de las bebidas se realiza la aportación de en torno a un 75- 80% del agua necesaria, mientras que el 20-25% restante procede de los alimentos.
Para lograr una suficiente ingesta de agua por parte de las personas mayores pueden tomarse medidas como ofrecer líquidos de forma rutinaria a lo largo del día, asegurar la ingesta de agua con las comidas, acompañar las tomas de medicación con un mínimo de 180 mililitros de agua, y evitar los diuréticos en la medida de lo posible.
Y especialmente durante estaciones calurosas como el verano, es también importante adoptar algunas medidas de prevención para evitar la deshidratación, como limitar la exposición a la luz solar, especialmente durante las horas centrales del día, y protegerse del sol mediante elementos que eviten el contacto directo, como sombreros o sombrillas.